Evangelizando con el Poder del Espíritu Santo
Tal vez esta tendencia a comenzar a evangelizar antes de recibir la fuerza de Dios sea la razón por la que Jesús antepone a sus promesas las palabras: «permaneced» y «aguardad».
«Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder desde lo alto» (Lc 24,49).
«Les mandó… que aguardasen la promesa del Padre… recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4-8).
El Papa Pablo VI llamaba al Espíritu Santo el «agente principal», sin cuya acción la evangelización es imposible (cf. Evangelii Nuntiandi 75). En preparación para su función como precursor del Mesías, Juan Bautista «estuvo lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1,15). En la mañana de Pentecostés, los apóstoles «quedaron todos llenos del Espíritu Santo», y solo después comenzaron a conjurar y exhortar con la inspiración del Espíritu.
«Aquel día se les unieron tres mil almas» (Hch 2,4-41).
Pablo se convirtió en apóstol de los gentiles después de que Ananías le impuso las manos y oró para que fuera lleno del Espíritu Santo (Hch 9,17). Y Jesús mismo explicó su poder con estas palabras:
«El Espíritu del Señor… me ha ungido, me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4,18).
No podemos considerar que estas palabras se refieren exclusivamente a un movimiento particular de la Iglesia, excluyendo a otros de la capacidad de evangelizar dinámicamente. Estas no son promesas para un grupo concreto, sino palabras de la Escritura dirigidas a toda la Iglesia.
Junto con el testimonio de vida conforme a Cristo, las palabras son el instrumento fundamental del evangelizador. Pero si esas palabras han de tener el poder de convertir, no pueden proceder exclusivamente de la inteligencia humana, sino que deben fluir ante todo del cumplimiento de la promesa de Cristo:
«No os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre es el que hablará en vosotros» (Mt 10,19-20).
Esto no es una invitación a evitar o ridiculizar los estudios, sino una exhortación a depender, por encima de todo, del poder y de las inspiraciones dinámicas del Espíritu Santo.
Quien no depende humilde y totalmente del Espíritu Santo, y confía exclusivamente en sus propias capacidades y saber, pierde la clave del poder revelada a Pablo por Jesús:
«Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Cor 12,9).
Antes de Pentecostés, los apóstoles estaban unidos por un miedo que los mantenía acobardados. Después de Pentecostés, estuvieron unidos por la determinación de enfrentar, incluso la tortura y la muerte, con tal de llevar la Buena Nueva de Jesucristo hasta los confines de la tierra. Si llegamos a amedrentarnos incluso ante una simple mirada de burla, la evangelización está lejos de ser dinámica.
«No hemos recibido un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza» (2 Tim 1,7).

