Evangelizar con pasión en el nuevo milenio

Alimentarnos de la Palabra para ser servidores de la Palabra en el compromiso de la evangelización es, indudablemente, una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio.

Ha pasado ya, incluso en los países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», que, aun con múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy debemos afrontar con valentía una realidad cada vez más variada y compleja, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de los pueblos y culturas que esta conlleva.

Hemos repetido muchas veces en estos años la llamada a la nueva evangelización. La reiteramos ahora, sobre todo para señalar que es necesario reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Debemos revivir en nuestro interior el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16).

Esta pasión despertará en la Iglesia una nueva acción misionera que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que implicará la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede guardarlo solo para sí: debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico, vivido como compromiso cotidiano en las comunidades y grupos cristianos.

Sin embargo, esto debe hacerse respetando siempre el camino único de cada persona, y atendiendo a las diversas culturas a las que debe llegar el mensaje cristiano. De este modo, no se negarán los valores propios de cada pueblo, sino que serán purificados y llevados a su plenitud.

El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta necesidad de inculturación. Permaneciendo fiel al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará también el rostro de las muchas culturas y pueblos en los que ha sido acogido y ha echado raíces. Hemos gozado de la belleza de este rostro pluriforme de la Iglesia, de manera especial, durante el Año Jubilar. Quizás esto sea solo el comienzo: un icono apenas esbozado del futuro que el Espíritu de Dios nos prepara.

La propuesta de Cristo debe presentarse a todos con confianza: a adultos, familias, jóvenes y niños, sin ocultar nunca las exigencias más radicales del Evangelio, pero adaptando el lenguaje y la sensibilidad al contexto de cada uno. Así lo hizo Pablo, cuando decía: «Me he hecho todo a todos para salvar, a toda costa, a algunos» (1 Co 9,22).

Pienso especialmente en la pastoral juvenil. Como hemos mencionado anteriormente, el Jubileo nos ofreció un testimonio alentador de generosa disponibilidad por parte de los jóvenes. Debemos saber valorar esa respuesta, usar ese entusiasmo como un nuevo talento (cf. Mt 25,15) que Dios nos ha confiado para hacerlo fructificar.

Que nos inspire y guíe en esta acción misionera, confiada y creativa, el ejemplo esplendoroso de tantos testigos de la fe que el Jubileo nos ha hecho recordar. La Iglesia siempre ha encontrado en sus mártires una semilla de vida. Sanguis martyrum – semen christianorum. Esta célebre afirmación de Tertuliano ha demostrado su verdad a lo largo de la historia. ¿No será así también para este siglo y milenio que estamos comenzando?

Tal vez nos habíamos acostumbrado a pensar en los mártires como figuras lejanas, vinculadas sobre todo a los primeros siglos del cristianismo. Sin embargo, la memoria jubilar nos ha mostrado un panorama impactante: nuestro tiempo está lleno de testigos que han sabido vivir el Evangelio en contextos de hostilidad y persecución, muchos incluso dando su sangre como prueba suprema de fidelidad.

En ellos, la Palabra de Dios, sembrada en tierra fértil, ha dado fruto al ciento por uno (cf. Mt 13,8.23). Con su ejemplo, nos han señalado —y casi allanado— el camino del futuro.

A nosotros nos corresponde, con la gracia de Dios, seguir sus huellas.

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